Creo no sorprender a nadie si
afirmo que Mad Men está llena de
momentos para la posteridad, de esos que en justicia deberían figurar en
cualquier recuento. Debería resultarme difícil quedarme con un solo momento,
pero lo cierto es que no lo es. Hay quien destaca ese cara a cara de cuarenta y
cinco minutos entre Don y Peggy que es The
Suitcase, hay quien no puede dejar de mencionar la bucólica ensoñación en
la que se sumerge Betty durante su parto y tras la que subyace la más
desasosegante de las realidades para una mujer, y cómo no, habrá quien sonría
con sólo mencionarle la cortadora de césped.
No obstante, yo me quedo con un
momento distinto, perteneciente a la que irónicamente se me antoja la peor
temporada de la serie –la menos buena, siendo justos–: la cuarta.
Estamos en 1964. La muerte de
Kennedy ha puesto a Norteamérica cara a cara con una realidad más desagradable
de lo que el estilo de vida nacido en la era Eisenhower habría querido admitir,
y el relevo está próximo. Las juventudes descontentas están empezando a asomar
la cabeza, y si hay alguien en Sterling Cooper Draper Pryce permeable a este
nuevo mundo –al menos en este punto de
la serie– es Peggy.
Hace demasiados años que la
cuestión de la relación en suspenso entre Pete Campbell y Peggy Olson flota
sobre ellos y sobre nosotros, pero el buscado y finalmente encontrado embarazo
de Trudy, la mujer de Pete, parece materializar de pronto la conclusión a esta
etapa de la serie y de sus vidas. Y cuando ésta llega, no hará falta una sola
palabra por parte de ninguno de los dos.
El momento es tan intenso y simbólico,
y está tan hermosamente filmado –nada menos que por Roger Sterling en carne y hueso; no será el último episodio dirigido por
John Slattery–, que resulta difícil no sobrecogerse. Pete, quien en un triunfo
para SCDP y para él mismo ha traído la cuenta de Cosméticos Vick’s a la firma,
se ve rodeado de hombres de edad avanzada, pelo perfectamente recortado y
peinado, trajes rigurosamente formales y modales agresivos, representantes de
una especie condenada a una extinción a la que son ajenos, todos ellos
envolviendo al ejecutivo de cuentas en una nebulosa de felicitaciones, alcohol
y tabaco. A unos pocos metros y con una puerta de cristal como único
intermediario está Peggy, que se ha reunido con sus nuevos amigos, que han
venido a buscarla a la oficina. Son jóvenes de aspecto heterogéneo, modernos y
llenos de vida, con pinta de adolescentes resuelvemisterios de una serie de
Hanna-Barbera. Dos mundos reunidos, pero al mismo tiempo separados, bajo el
mismo techo. Los jóvenes se dirigen hacia el ascensor, y Peggy va con ellos. En
el último momento gira la cabeza hacia Pete, que desde su nube de humo y whisky
le devuelve la mirada. Peggy está con un pie en la máquina del tiempo hacia el
futuro, y esa última mirada es cuanto Pete necesita para saber que se están
despidiendo, quizá para siempre.
Seguirán pisando los mismos
pasillos y los mismos despachos, pero no podrán verse el uno al otro, pues los
pisarán en épocas distintas.
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