Japón bajo el terror del monstruo (a la que llamaremos por
su nombre original, Gojira, para simplificar) es uno de esos casos de "sé
qué es pero en realidad no" que tanto se ve en la cultura popular moderna.
Como en los cuentos de los hermanos Grimm, el boca a boca, el continuo homenaje
y la referencia social han popularizado una imagen y una idea, pero el elemento
original en sí es ampliamente ignorado.
Hoy en día, el espectador que oye el nombre de Godzilla
piensa en un tipo embutido en un disfraz de lagarto dándole zarpazos a una
maqueta y no se le ocurre meditar que hay algo más aparte de los lógicamente
"primitivos" efectos especiales de la época. Escribo esa palabra
entre comillas porque Ishirô Honda logra, mediante juegos de luces, sombras y el blanco y negro, que el monstruo de una imagen sólida
en pantalla y deja en ridículo el nivel de algunas de las entregas posteriores y sucedáneos.
Puede que a algunos les resulte complicado ponerse en la piel de la audiencia
de los años 50 y entender que este bicho era el Avatar de la época.
MOMENTAZO: la primera vez que la humanidad vio al monstruo.
Dando, pues, por obviada la parte de los efectos, nos
centramos ahora en la historia, que, al fin y al cabo, es lo que nos mueve a la
hora de ver películas: las continuas pruebas nucleares que el ser humano está
efectuando en el planeta han despertado una criatura prehistórica que yacía
bajo mar y tierra y además le han dado más fuerza y poderes. Los lugareños más
viejos afirman que el antiguo dios Gojira (la traducción fonética literal es
Godzilla, según los estudios Tōhō, cuidado) ha vuelto para reclamar sus
sacrificios humanos. Los japoneses sufren la ira del monstruo y contemplan,
impotentes, cómo reduce a escombros la ciudad de Tokio. La metáfora nuclear
está muy clara. Los planos de la devastación están descaradamente basados en Hiroshima
y Nagasaki y, para rematar, vemos que en los hospitales llenos de heridos hasta
los niños vuelven locos a los contadores geiger debido a la radioactividad que
Godzilla deja allí por donde pasa.
El lado humano de la historia es el punto más flojo. Vivimos
el miedo a través de los ojos de una pareja de novios exasperantes y unos cuantos militares
cuadriculados aunque, por supuesto, muy honorables que presionan al Dr.
Serizawa (Akihiko Hirata), verdadero protagonista de la función, (y de ahora en
adelante El Tío del Parche) para que les deje usar la fuente de energía que ha
desarrollado y que, aparentemente, es lo único que puede evitar que Godzilla
siga causando estragos. El invento del Tío del Parche puede ser muy beneficioso
para el ser humano, pero también muy peligroso si cae en malas manos y se
convierte en un arma, que es lo que los militares cuadriculados quieren. Toma torta para los yankis. El Tío
del Parche y su dilema han sido injustamente olvidados por el imaginario popular,
que se dejó perder por la fascinación hacia el monstruo.
Niños radioactivos.
Ishirô Honda dirige la trama con poco corazón y mucha cabeza, lo que hace que la historia se asfixie y deshumanice, quedando todo a medio camino
entre un reality de ciencia-ficción y una crónica de Noticias Cuatro con
dramatización de Iker Jiménez. Sin embargo, teniendo en cuenta que lo que
tenemos entre manos es una película pionera, todo el conjunto consta de más
logros que disgustos.
El Tío del Parche es el bueno, aunque no lo parezca.
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